viernes, 24 de julio de 2009

Luces de farol

Los primos se habían separado más de un año. Cesar había sido recluido en la Infantería de Marina y Jano se había quedado en el barrio terminando la secundaria. Luego de tanto tiempo separados cada uno había cambiado, pero esto no sería impedimento para seguir siendo los inseparables de siempre, los que se defendían a muerte, una dupla que todos conocían.

El regreso de Cesar al barrio luego del reclutamiento emocionó a los amigos, y la mañana de su llegada Jano lo esperaba desde su ventana. Vio llegar el taxi con un joven corpulento lleno de maletas verdes, y Jano salió a recibirlo entre abrazos y los demás chicos del barrio. La tarde fue familiar. Cesar contaba sus hazañas a los tíos, que se emocionaban al ver que el sobrino ya era todo un hombre, la familia gozaba con su regreso, con la comida y la música criolla.

La noche ya estaba tácitamente pactada en un encuentro más personal entre Jano y Cesar. Era sábado y el dinero de la mensualidad por servicios a la patria estaba intacto. Esa noche salieron los primos a destruir Barranco. Pasaron la noche en Barlovento Pub bebiendo jarra tras jarra de cerveza y bailando con cuanta parroquiana de minifalda de mercado se les cruzara. Pasadas las 3 de la madrugada, como es tradición en la localidad, terminaron en un parque tomando ron. Las conversaciones se hacían cada vez más sentimentales y los faroles bañaban de anaranjado la noche barranquina, y veían pasar de largo a los poetas urbanos que deambulaban por las penumbras, perdiéndose entre las casonas coloniales pintadas de polvo por el abandono.

Se acabó el ron y ya eran las 5, pero en Barranco no es difícil encontrar trago a esas horas. El lugar más cercano era la casa de doña Guayé que atiende las 24 horas. No había ron, sólo vino. Chau tía, gracias. Se fueron bebiendo vino por el Boulevard, las 20 discotecas y pubs decían entra con cara de anfitriona drogada. Pasaron el Boulevard y se fueron a las largas escaleras del Puente de los Suspiros, en la plena oscuridad bajo la higuera de los duendes.

Sentados en las gradas a la sombra de la higuera, libres de la luz melosa de los faroles, conversaban ya incoherentes sobre la vida de la Marina, todo lo que se sufre adentro, abusos, peleas, brutalidad y soledad a pesar de estar rodeados de tanto igual. Cesar estaba destrozando su alma en el recuerdo y Jano consolaba y fumaba, en un intento por consolar, tomar y fumar al mismo tiempo, porque Jano se había convertido en un adicto a todo y ya le importaban pocas cosas a sus 17 años de vivir en el barrio. Cesar por el contrario, se había imaginado ascender de rangos poco a poco, pero es complicado mantener el alma dura y ahora, de vuelta en el barrio, era incierto su destino.

Ambos estaban molestos con todo, molestos con la vida, con el barrio, con el Estado, con el futuro, hasta con los dos fumones que empezaban a bajar por las escaleras. Tanto fue la molestia que en la embriaguez se sintieron atacados por sus presencias y al verlos cerca se aventaron a los puños contra los desprevenidos. Cesar y Jano empezaron a luchar contra el mundo representado en dos fumones. Cesar redujo rápidamente a uno y lo tenía en el piso sometido a sus golpes marinos propinados por sus brazos marinos esculpidos en la Marina del Perú.

Jano logró darle dos golpes al otro pero este pudo safarse y bajar las escaleras. El fumón encontró una barra metálica abajo y subió golpeando a Jano hasta dejarlo en el piso mientras se protegía, Jano pudo reponerse y alejarse, pero Cesar estaba dándole la espalda y fue cuando el fumón le dio el golpe más brutal que se haya escuchado en la cabeza de un marino. Cesar cayó y el fumón pateó la cabeza de Cesar contra la pared. Jano tomó la botella de vino y la lanzó al rostro del fumón. La botella se reventó en su cara y la sangre salpicó por las gradas mezclada con el vino. Los fumones se fueron corriendo.

Jano vio a Cesar tirado en las gradas. Lo tomó e increíblemente se puso de pie. Caminaron hasta el parque Municipal y Jano ayudaba a Cesar a avanzar mientras la sangre marcaba las huellas de sus pasos. Luego alguien llamó a los Bomberos y la gente lo echó en el piso. Los mirones ebrios veían a Cesar agonizando, alumbrado por los faroles barranquinos. Al rato llegaron los Bomberos y los llevaron al Casimiro Ulloa. En el camión de Bomberos Jano contestó muchas preguntas mientras veía que Cesar cerraba los ojos. "Firmes Carajo", gritaba Jano alterado, y Cesar parecía reaccionar instintivamente.

En el hospital, Cesar fue llevado a una sala y Jano se quedó fumando en una grada de la puerta del Casimiro, sollozando y pensando en qué le pasará a su primo. Se puso la capucha por el frío y vio bajar de un taxi a dos jóvenes heridos que rápido entraron al hospital trastabillando. Jano encongió la cabeza y sacó de su pierna una navaja que llevaba escondida. Mientras la abría se puso de pie en la entrada, y con la navaja escondida en la manga empezó a entrar lentamente.

2 comentarios:

Unknown dijo...

"La botella se reventó en su cara y la sangre salpicó por las gradas mezclada con el vino". Buen remix para un bolero; a esto le llamo "poner en valor el patrimonio".

Q paja.. (Y)

Miguel Absi dijo...

A pesar que los cuentos urbanos no son de mi agrado, debo reconocer que me gusta lo que escribes y que ese estilo peculiar de escribir que tienes es un reflejo de tu persona.
ya se porque me preguntaste sobre el hospital Casimiro Ulloa jajaja
MIGUEL ABSI